lunes, 30 de marzo de 2009

Ciudad y memoria...



















Walter Benjamin

El carácter destructivo no ve nada duradero. Pero por eso mismo ve caminos por todas partes. Donde otros tropiezan con muros o con montañas, él ve también un camino. Y como lo ve por todas partes, por eso tiene siempre algo que dejar en la cuneta. Y no siempre con áspera violencia, a veces con violencia refinada. Como por todas partes ve caminos, está siempre en la encrucijada. En ningún instante es capaz de saber lo que traerá consigo el próximo. Hace escombros de lo existente, y no por los escombros mismos, sino por el camino que pasa a través de ellos. El carácter destructivo no vive del sentimiento de que la vida es valiosa, sino del sentimiento de que el suicidio no merece la pena.



(W. Benjamin. EL Carácter Destructivo)


Antes teníamos miedo del bosque. Era el bosque del ogro, del lobo, de la oscuridad. Era el lugar donde podíamos perdernos. Cuando nuestros abuelos nos contaban cuentos, el bosque era el lugar preferido para ocultar trampas, enemigos o angustias. En cambio, nos sentíamos seguros entre las casas, en la ciudad, entre los vecinos. Era éste el lugar donde buscábamos a nuestros compañeros y nos encontrábamos para jugar juntos. Ese era nuestro mundo. Pero todo ha cambiado con el curso de pocas décadas; la ciudad ha perdido sus características, se ha vuelto peligrosa y hostil. El bosque se ha vuelto bello, luminoso, objeto de sueños y deseo; la ciudad se ha vuelto fea, gris, agresiva, peligrosa y monstruosa. La ciudad ya no tiene habitantes, ya no tiene personas que viven sus calles y sus espacios: el centro es un lugar para trabajar, comprar, ir a la oficina, pero no para vivir allí; la ciudad ha perdido su vida. La ciudad se ha convertido en el bosque de nuestros cuentos. Palabras parecidas a estas abrían en 1991 el libro de Francesco Tonucci La ciudad de los niños.














Emilio Lledó también señalaba cómo la memoria y el olvido conforman una oposición necesaria y constante que marca toda la literatura. Así, mientras la memoria constituye un enorme espacio de experiencia, de ejemplo, de aprendizaje y de escarmiento, el olvido significa algo parecido a la muerte. Baudelaire opinaba igualemente que la ciudad ideal es aquella donde la actualidad no ignora ni borra el pasado pues las etapas por las que atravesó han dejado una huella indeleble que la convierte en un archivo de la historia. Cuando las alteraciones que ha sufrido anulan sus señas de identidad y borran las referencias del pasado, la ciudad muere y sobre su cadáver emerge otra diferente, espuria y carente de contenido histórico.














Si intentamos recordar las plazas y las calles del centro histórico de distintas ciudades y sobre ellas superponemos imágenes de sus periferias, nos será fácil constatar cómo en el primer caso nos vienen a la memoria recuerdos concretos de un lugar determinado, una serie de rasgos definidores de una personalidad que las hacen únicas y las diferencian, mientras en el segundo caso nos será difícil recobrar un recuerdo que haya permanecido en nuestra memoria por su carácter diferenciador. Los elementos estructurales de la ciudad son la casa, la calle, la plaza, los edificios públicos y los límites que la definen. Esos elementos responden a necesidades profundas de la ciudad y a condiciones nacidas del entorno físico y del paisaje. Si las ciudades tienen características tan diferentes cabría preguntarse por qué el crecimiento de las mismas es idéntico.















Las periferias son idénticas en todo el mundo porque son el resultado salvaje de la necesidad de los seres humanos de tener un espacio de soporte para sus actividades. Pero la mayoría de las ciudades han crecido de espaldas a las necesidades de las personas y ya no son lugares de encuentro sino de separación. Se han diseñado segregando porciones especializadas, de forma que el tránsito de unos lugares a otros se convierte en una vasta tarea de superación de dificultades. Son zonas inhóspitas donde se aprovecha el espacio residual entre edificios para poner algunos árboles y denominarlas zonas verdes. No hace tanto tiempo que calles y plazas eran un lugar de encuentro donde la imaginación era capaz de convertir el recodo más insólito en el mejor escondite; una ciudad para vivirla, recorrerla, mirarla, olerla y conocerla para construir una relación inolvidable. En pequeñas ciudades y pueblos aún es posible esta forma de vida, pero en el resto, los automóviles se han hecho los amos del lugar y la codicia la razón única de su crecimiento, de modo que es imposible reconocerse en ella.















Antes, existían había pequeños patios y jardines traseros que la normativa actual ha desechado: la ocupación completa relega esos antiguos espacios a terrazas imposibles que no albergan ningún tipo de vida y que sirven exclusivamente de cubierta para un congestionado garaje. Hasta el momento son pocos los planes de urbanismo que reducen a límites razonables la expansión urbana, los que han reservado las mejores áreas no edificadas para los equipamientos, los que sitúan estos equipamientos a distancias asequibles de todos los barrios y los que contienen un programa de transporte público. Es necesaria una renovación de raíz de la concepción del desarrollo urbanístico, invirtiendo su carácter cuantitativo por otro cualitativo, de forma que los recursos existentes se utilicen para paliar y no agravar las carencias de los actuales asentamientos. Es necesaria la toma de conciencia de la igualdad entre todas las personas y la existencia de una conciencia que permita esta paridad. Poner el urbanismo al servicio de la memoria, los afectos y las necesidades de toda la sociedad, utilizándolo como instrumento que facilite la convivencia y el desarrollo de un mundo más amable.



















Por fin se empieza a plantear la necesidad de crear ciudades sostenibles, es decir, ciudades respetuosas con paisaje, tanto en su funcionamiento como en su proceso de construcción. Se trataría de encontrar una nueva lógica para los espacios públicos, apoyados en una red reconocible y segura que articule el esqueleto funcional de la ciudad, soldando todos los espacios aislados de los equipamientos y permitiendo su integración, como ocurría en el pasado. Eso obliga a rechazar un urbanismo cuyo interés primordial es plasmar en planos los usos del suelo, la localización de la actividad, la segmentación del territorio, olvidando que en esos espacios viven personas que se interrelacionan a otra escala.




















El automóvil no es un medio universal de desplazamiento, sin embargo se siguen realizando inversiones en infraestructuras de gran capacidad que no usan la mayoría de la población y que tienen consecuencias medioambientales muy negativas, sólo para satisfacer las necesidades de movilidad de un escaso porcentaje de población, que en su mayoría son hombres en edad activa, es decir, para beneficiar a un modelo productivo y de desarrollo territorial que busca ventajas para los sectores que están en el poder. Las únicas energías inagotables y que no producen residuos son las renovables: sol, luz, viento o mareas. Existen numerosa ejemplos de arquitectura tradicional o vernácula que han utilizado históricamente estas energías en función de su máximo aprovechamiento. Si la planificación no se asienta sobre el ideal comunitario que presupone siempre signos de convivencia y entendimiento, la ciudad sumerge a su habitante en la soledad. En una teoría urbanística hecha a la medida humana, la ciudad debe ser la prolongación de la casa; el ámbito a donde apuntan los vectores de la vida individual, y donde ésta encuentra los márgenes que la constituyen como parte de una colectividad estimuladora y enriquecedora, lejos de un desmesurado poder tecnológico que sacrifique, para nutrir su ineludible necesidad de expansión, el trazado humano de la ciudad. Pero ese sacrificio implica también la desaparición del suelo histórico, de la memoria colectiva que expresa la continuidad en el tiempo y el reencuentro con un pasado que, asumido como cultura, fortalece y dignifica el presente. Inmersa en esa instantaneidad sin recuerdos, Lledó piensa que la conciencia del hombre pierde cualquier relación que la cobije en un marco total de referencias.




















Bibliografía

La Ciudad de los Niños. Barcelona. 1991.
Lledó, Emilio (La máquina de la ciudad: entre la naturaleza y la técnica).
Arquitectura, técnica y naturaleza : en el ocaso de la modernidad/ coord. por Luis Fernández Galiano, 1984.
Lledó, Emilio (1992) El surco del tiempo. Barcelona: Crítica
---------- (1998) El silencio de la escritura. Madrid: Espasa Calpe

domingo, 29 de marzo de 2009

Huellas en la playa de Rodas...













Fotografía: Ramón Collado
Fuente:http://colladofoto.blogspot.com/
otras referencias:  http://web.me.com/tajalapiz1

Según cuenta Vitruvio en el proemio del libro sexto de sus Diez Libros de Arquitectura, el filósofo Aristipo, discípulo de Sócrates fue arrojado en compañía de otros náufragos por una tempestad a una playa de Rodas. Una vez allí, advirtió, dibujadas en la arena algunas figuras geométricas. Alzando la voz, dijo a sus compañeros: - “Ánimo amigos míos, nada temáis, pues aquí descubro pisadas de hombres” -. Encaminándose a la ciudad fue directo al gimnasio de la ciudad, en donde con la enseñanza de la filosofía recibió tantos regalos que no solo se hizo vestidos nuevos, sino que aun vistió y mantuvo á todos los compañeros de naufragio durante la estancia. Claro que, según Diógenes Laercio, Aristipo fue el primer filósofo que enseñó cobrando y al parecer socorría las necesidades de su propio maestro Sócrates, de modo que debería tener alguna experiencia al respecto antes del feliz resultado del naufragio.
















Sin embargo, la frase de la playa de Rodas se hizo célebre, e incluso dio pie al norteamericano Clarence J. Glacken (1909-1989) a escribir un jugoso volumen que, precisamente, se denomina “Huellas en la playa de Rodas” un compendio de las ideas sobre naturaleza y cultura desde la antigüedad hasta finales del siglo XVIII. Distintos avatares vitales impidieron al historiador de Berkeley culminar el trabajo analizando el asunto a través de los dos siglos siguientes, tal y como era su intención, pero el texto deja bien clara su posición sobre las relaciones entre historia, cultura, ideas y paisaje. Se trata, sin lugar a dudas, de una obra imprescindible para conocer la historia de las ideas del hombre sobre el mundo y su reflejo en la cultura material.














Lo que resulta significativo de la anécdota sobre Aristipo, es la relación causa efecto entre las figuras geométricas dibujadas en la arena que quedan inmediatamente identificadas como “pisadas de hombres” y la seguridad ingenua que ese signo vaya a conferir seguridad a él y a sus compañeros náufragos. Bien distinta es la historia de James Cook cuando volvió a Hawai en 1779. El 14 de febrero, en la playa de Kealakekua Bay, algunos hawaianos robaron un bote pequeño perteneciente al barco del almirante. Normalmente, estos hechos eran comunes, razón por la cual existía la costumbre de tomar rehenes hasta que las cosas robadas aparecieran. Pero Cook tuvo la ocurrencia de tomar como rehén al rey Kalaniopuu, lo cual produjo un gran altercado con una gran multitud de nativos en la playa que terminaron matando a Cook, para devorarlo después. Nadie ha puesto en duda, no obstante, la calidad de las figuras geométricas hawaianas, aunque también es cierto que Cook no era precisamente discípulo de Sócrates.



Bromas aparte, lo cierto es que el comentario de Aristipo nos lleva a la intuición de la forma geométrica abstracta como facultad propia del hombre (esas formas geométricas simples no se encuentran en la naturaleza). Pero curiosamente, no se encuentran precisamente por ser demasiado simples: la matemática moderna ha descubierto refinadas estructuras matemáticas que se encuentran presentes en elementos naturales, tanto espirales logarítmicas como desarrollos que se basan en complicadas series de números complejos. El método evolutivo de prueba y error no conduce a la simplicidad sino a la adaptación al medio mediante artificios sutiles. Obviamente, Aristipo no conocía esta cuestión, y aunque tendría conocimientos de geometría euclidiana, supuso que el trazado de esquemas geométricos en la arena conllevaba la existencia de filósofos: sabía ya que una recta, o un círculo perfecto no existían en la naturaleza; eran demasiado abstractos o demasiado simples y eso le informaba de la presencia de hombres. La geometría se convertía, de ese modo, en la huella del hombre que filosofa y, por esa razón, se encaminó al gimnasio de Rodas, en el que se resarció de las pérdidas del naufragio.



















La cuestión (y la sugerencia de Fujur) me hace recordar a Maurits Cornelis Escher o Escher el holandés nacido el 17 de junio de 1898 en Leeuwarden. No fue precisamente un estudiante brillante pero llegó a destacar en las asignaturas de dibujo. En 1919 empieza los estudios de arquitectura, estudios que abandonó poco después para estudiar artes gráficas, destacando en la técnica de grabado en madera, la cual llegó a dominar con gran maestría. Entre 1922 y 1935 se traslada a Italia donde realiza bocetos y grabados de temas paisajísticos. Abandona Italia debido al clima político de aquellas fechas, trasladándose a Suiza, aunque añora el sur de Italia y lo frecuenta repetidas veces. También viaja a España, y en particular a Granada visitando la Alhambra, cuyos arabescos le fascinaban, influencia que se observa en muchos de sus trabajos, especialmente en los relacionados con la partición regular del plano y el uso de patrones de relleno del espacio. En 1941 se muda a Baarn (Holanda) después de una estancia complicada en Bélgica debida a los avatares de la Segunda Guerra Mundial, abandonando los motivos paisajísticos para centrarse en una abstracción propia y personal en la que encuentra una potente fuente de inspiración.














A partir de 1951 comienza a vender sus grabados y tener éxito, aunque generalmente hacía copias de litografías y trabajos de encargo. También hizo por encargo diseños de sellos, portadas de libros, y algunas esculturas en marfil y madera basadas en algunos de sus dibujos, reciclando parte de las ideas y elementos de obras anteriores. En este período su producción es fructífera y regular, y continúa trabajando sólo se ve interrumpida por una operación que le surge en 1962, consecuencia de su debilitada salud. En 1970 se traslada a la Casa Rosa Spier de Laren, al norte de Holanda, donde los artistas podían tener estudio propio. En esa ciudad fallece dos años más tarde, el 27 de marzo de 1972 a la edad de 73 años. En 1959, en un artículo, el propio Escher expresaba lo que le motivaba a representar la idea del infinito:

"Nos resulta imposible imaginar que, más allá de las estrellas más lejanas que vemos en el firmamento, el espacio se acaba, que tiene un límite más allá del cual no hay nada. El término vacío todavía nos dice algo, puesto que un espacio determinado puede estar vacío, por lo menos en nuestra imaginación; pero no estamos en condiciones de imaginar algo que estuviese vacío en el sentido de que el espacio deja de existir. Por esta razón, desde que el hombre existe sobre la tierra, desde que está de pie, sentado o acostado, desde que corre, navega, anda a caballo y vuela, nos aferramos a la idea de un más allá, de un purgatorio, de un cielo y de un infierno, de una transmigración y de un nirvana, todos lugares de infinita extensión en el espacio o estados de infinita duración en el tiempo".



















Escher, como Aristipo, (y como Glacken )encontró sus huellas en la playa dentro de la geometría pero esta vez se trataba de una geometría que no existe en un mundo tridimensional: la cuestión de la abstracción matemática de Escher nos lleva a espacios que están más allá del paisaje: un paisaje que solamente es ya mental. Pero esa cuestión nos lleva de nuevo al principio: no existen huellas reales, no existen líneas rectas, no existen esferas, ni cuadrados perfectos; solamente ideas en la mente, abstracciones que hacen que esas ideas tomen formas adaptadas al medio. Después de eso, nadie sabrá dibujar una línea recta; todas tendrán esa pequeña imperfección microscópica que las aleja del ideal y las lleva a un perfil de números complejos, a la medida de la costa, a la concepción del límite. Aristipo tenía al fin razón; allí existían filósofos abstractos, especuladores que hacía poco tiempo habían tenido una conversación sobre la arena de la playa. A Cook no le interesaba demasiado la filosofía, y por eso terminó a la plancha.

jueves, 26 de marzo de 2009

Paisaje con la caída de Ícaro













Paisaje con la caída de Ícaro
es un pintura al óleo sobre lienzo que se conserva en el Museo de Bellas Artes de Bruselas, atribuida a Pieter Brueghel el Viejo (c.1525 - 1569). Aunque hoy día esta adscripción se considere dudosa, es probable que se trate de una versión de otro original del pintor que se ha perdido. Según la mitología griega, Ícaro consiguió volar con alas hechas de plumas pegadas con cera, pero en su vuelo se acercó tanto al sol que se fundió la cera, cayendo al mar y se ahogó. Lo más chistoso de la composición es que Ícaro es un personaje secundario que aparece representado precipitándose en el mar en el ángulo inferior derecho; es más, Brueghel pinta solo las piernas del joven volador en el instante de entrar en el agua. Todo el resto de la composición es una veduta tomada desde un alto que domina una gran bahía.



















Cuadro de Jacob Peter Gowy hecho entre 1636-37, y que representa la caída de Ícaro.

Parece que el pintor utiliza la excusa mitológica para plantear una alegoría moral de tres trabajos relacionados con el medio natural como son la agricultura, la ganadería y la pesca. Así, en primer término aparece un agricultor en plena faena, arando según la antigua técnica; más abajo, un pastor apacienta un rebaño de ovejas; por último, y a la orilla del mar, un pescador prueba su improbable suerte con la caña pues parece que la caída de Ícaro le va a arruinar el día. Los detalles son muy sugestivos: una ciudad a un lado y una fortaleza al otro flanquean la entrada de la bahía. El sol bordea el horizonte y da sobre un grupo de pequeñas edificaciones aisladas en un islote; aparecen galeones y barcas representados con todo lujo de detalles mientras el oleaje del mar se abate sobre la playa.













“El paso de la laguna Estigia". Joachim Patinir. 1515-1524. Museo del prado. Madrid.

Aunque la pintura de paisajes con pequeñas figuras en lontananza era un motivo habitual en la pintura flamenca de los siglos XV y XVI, el hecho de que aparezcan asuntos de fondo sin mucha relación con el tema en primer plano es algo original, tanto como el título de la pintura, que introduce un motivo cualquiera para producir una ruptura respecto a la jerarquía de los géneros. Este fenómeno ya se había dado en Patinir, en su cuadro sobre María Magdalena, en el que el pintor plantea el trabajo de cómo encontrar a la penitente para que el observador se dé un garbeo por el paisaje.














Resulta significativo también que otras pinturas de Brueghel, muestren figuras en primer plano, aunque no en esta escala y con ausencia del tema principal situado en segundo plano, casi como una adivinanza.
La existencia de esta pintura se desconocía hasta su adquisición por el Museo belga en 1912; al poco tiempo apareció otra versión del tema en la que Ícaro está aún volando y que se encuentra en otro museo de la misma ciudad. Parece que el asunto divertía a Brueghel que utilizaba el asunto con el mismo espíritu que el autor de una tira de comics. Sin embargo, es la única pintura de Brueghel de tema mitológico, y también sería su único óleo sobre lienzo—pues el pintor prefería normalmente utilizar témpera.














El triunfo de la muerte. Pieter Brueghel, El viejo (1525 - 1569). Óleo sobre tabla 1,17 por 1,62 mts., 1562. Museo del Prado, Madrid.

Tampoco Brueghel parece estar muy preocupado por los problemas de la perspectiva aérea del barco y las figuras, aunque quizá su intención compositiva le alejó de esos problemas que tanto preocuparan a sus coetáneos italianos. Existe un antiguo proverbio flamenco que dice «Ningún arado se pone recto porque un hombre muera». La pintura parece sugerir, al fin, la indiferencia de la humanidad al sufrimiento resaltando que los hombres siguen con sus quehaceres a pesar de la muerte de algún personaje notorio de la mitología al uso.




















La Extracción de la piedra de la locura (1475-80)
El Bosco, 48 x35 cm. óleo sobre tabla, Museo del Prado, Madrid.

A pesar de su formación italiana, parece posible que Brueghel tomara como modelo a El Bosco (1415-1516) pero aunque no sea tan irónico y sutil como el viejo maestro, resulta mucho más cercano y comprensible, con una interpretación de la realidad más evidente y menos cargada de simbolismo. Quizá a Brueghel los mitos le trajeran más bien sin cuidado; de hecho, y durante mucho tiempo la crítica no le consideró más allá de un pintor cómico. Es posible que eso tampoco importara a Brueghel, que se sentiría cómodo (y aliviado) dentro de un mundo más próximo y costumbrista. De ese modo, la sociedad que rodeaba al pintor aparece representada en sus pintura en todos los aspectos, tanto en los alegres que rezuman belleza y gracia infantil, al modo de el escenario de un cuento, como en los desgraciados, con su secuela de pobres, tullidos o vagabundos.















Sin embargo, parece que Brueghel muestra un optimismo y una alegría en todos sus cuadros, incluso en los que reflejan realidades tristes. El protagonismo queda a cargo del paisaje, y los seres que representa sirven sólo como añadido o acompañamiento sin restar importancia al asunto principal de una nueva visón del mundo a través de esos mismos paisajes.

miércoles, 25 de marzo de 2009

A vueltas con Göethe...


















El 28 de agosto de 1786, en el balneario de Karlsbad, Göethe cumplió 37 años de edad. Al parecer, estaba aburrido de sus deberes oficiales en Weimar y necesitaba tiempo para pensar. A principios de septiembre, el escritor informa al Duque de Weimar que debe emprender un largo viaje, cuyo itinerario y duración todavía ignora. A las tres de la madrugada del día 3 de septiembre, Göethe desaparece para llegar a Verona el 14 del mismo mes. Ya en tierras italianas, percibe los primeros grandes vestigios de la antigüedad clásica que le hacen olvidar los pormenores y tensiones de la huida. Ahora ya ha conquistado lo que se proponía: el alejamiento a través de la distancia física que le va a permitir obtener una perspectiva diferente para sus ideas. Mientras que durante su huida hasta Verona se había hecho pasar por un comerciante de Leipzig ahora, ya liberado de la servidumbre cortesana, recupera una nueva identidad, y aunque utiliza de nuevo su nombre, se ve transformado en un italiano (a su manera) mientras sigue enviando cartas a Charlotte von Stein.















Göethe también escribe al Duque Carlos Augusto de Weimar: “Perdóneme que al despedirme de usted hablara de una manera muy vaga de mis viajes y mi estancia fuera del país. Hasta, ahora no sé todavía lo que será de mí. -Usted es feliz; usted marcha hacia su deseado y elegido destino. Sus asuntos domésticos están en buen orden y camino. Yo sé que ahora me permitirá pensar algo en mí mismo; sí, usted, a veces, me ha indicado que procediera así. En general, soy en estos momentos innecesario, y lo que corresponde a los asuntos especiales de los cuales he sido encargado, los he atendido de tal modo que marcharán fácilmente durante una temporada, sin mi intervención. Incluso si yo muriese, no sufrirían ninguna interrupción, ningún tropiezo. Después de haberle expuesto toda esta constelación, paso a otro asunto y ruego a usted me conceda una licencia indefinida...”



















Once años antes, Göethe supo de la existencia de la baronesa von Stein a través de uno de los retratos negros en silueta tan en boga en aquella época. Algo después, el escritor se traslada a Weimar e inicia una relación apasionada que se prolongó durante más de una década. Göethe cayó rendido ante una mujer, casada y madre de siete hijos, que retaba su intelecto y lo aventajaba, tanto en edad como en conocimiento de las costumbres de la alta sociedad y también probablemente en los entresijos de la naturaleza humana. La mayoría de las cartas que el escritor la dirigió han llegado a nuestros días, pues la misma baronesa Stein se encargó de protegerlas y publicarlas en 1827, poco antes de su fallecimiento. Sin embargo, el contenido de las cartas que ella dirigió al escritor sólo es posible imaginarlo, ya que cuando la pareja acabó, Charlotte recuperó sus escritos de Göethe y los quemó. Lejos estaba la esposa del caballerizo ducal Stein de suponer que, siglo y medio después el dramaturgo Peter Hacks (colaborador de Bertolt Brecht) se daría a la tarea de recrear su historia en un magistral monólogo escrito en 1976.



















El viaje a Italia prefiguró de algún modo el final de la relación entre los amantes. Fue un periplo de fuga y descubrimiento, de conquista de la soledad y, si se quiere, del disfrute de un anonimato útil para la creación y el disfrute del escritor hacia lo real y lo imaginario. Göethe había nacido en Frankfurt el 28 de agosto de 1749 en un hogar de acomodados burgueses. Ahora, y a partir de su primera escala italiana en Verona, será alguien que quiere también estar solo, disfrutar de la luz y del sol del Mediterráneo, de los inmensos testimonios de la antigüedad clásica, de las obras del Renacimiento, de la grandeza y del esplendor, en fin, de un país y de una cultura y de unos modos de vida que en aquellos tiempos sólo se daban en Italia. Sin embargo, cabe que el lector malicioso se pregunte cuáles eran, en verdad, las razones de esos viajes que los nórdicos empezaron a realizar a Italia. ¿Eran exclusivamente espirituales, o más bien algo paganas?


















Francisco Umbral escribió: "La moda la sacó Göethe: había que viajar a Italia para conocer el mundo clásico y muerto, que estaba tan vivo. A partir de Göethe, padre involuntario del romanticismo, todos los viajeros románticos de Inglaterra, Alemania, Francia, hacen su peregrinaje a Italia, desde Byron a Stendhal. Durante un par de siglos, estos ingeniosos ingenios nos han hecho creer que a Italia iban a ver ruinas, herborizar flores (Göethe), asistir a la ópera (Stendhal) y otras minucias sociales y aburridas".

















Es obvio que para el suspicaz Umbral los motivos eran seguramente otros, que alterarían sin lugar a dudas la seriedad y los buenos propósitos de Göethe, Byron, Stendhal y otros innumerables viajeros. Si existe algo que pudiera comprometer la posición de Göethe al respecto, eso sería quizá su manifiesta admiración por Juan Jacobo Rousseau, cuyo tenaz discurso sigue hoy confundiendo a algunos. Sin embargo, Italia da una nueva energía telúrica a Göethe; allí renacen el Fausto y de la Teoría del Color. Göethe, que no conocía el mar, lo descubre en un lugar donde quizás todos hubiéramos querido descubrirlo; precisamente en Venecia, uno de los pocos sitios del mundo en donde el mar se funde en el laberinto de la ciudad y lo convierte en calles y espejos oscuros en donde contemplarse.














Después pasa por Vincenza, Padua y Ferrara, pero tan desesperado estaba por llegar a Roma que estuvo apenas tres horas en Florencia, que era entonces la más espléndida ciudad de toda Italia. Llegado a la ciudad eterna, Göethe se siente ya dueño del mundo, sin fronteras en el tiempo. Es el delirio del espíritu teutón que, sin olvidar su condición humana aprecia a otras diosas que se le cruzan por la calle. Desde allí viaja a Nápoles, sube las laderas del Vesubio, y de nuevo parte hacia el Sur, a Sicilia en busca de la Grecia antigua. Luego, otra vez se queda en Roma. Göethe repasa sus manuscritos, retoca sus dibujos y da rienda suelta a su imaginación que se va poblando poco a poco de fantasmas.


















Göethe hubiera dado casi cualquier cosa por haber pasado a la historia como artista, pero el destino le deparó otro papel. Frente a lo expresivo, él anteponía la belleza de lo real, lo característico. Göethe dibujaba cuanto veía pero conocía su techo y pensaba que nunca llegaría a ser un artista. Aun así, dibujó durante toda su vida y su casa-museo en Weimar conserva alrededor de 2.500 dibujos, de los que dos tercios son paisajes. Göethe siempre trabajó con artistas, dibujantes o pintores, pues pensaba que su proximidad le servía para enriquecer su trabajo: También solicitaba en ocasiones algún bosquejo que luego él recrearía a su modo. Göethe experimenta las enseñanzas recibidas de su amigo Jacob Hackert: aguada, acuarela, tinta o lápiz. Este Göethe paisajista es un precursor de la pintura de paisajes románticos; Italia le proporciona inspiración, ruinas y campo, una mezcla entre la historia y lo real. Observando los dibujos se aprecia tanto la admiración que sentía por los pintores holandeses como la influencia francesa, muy perceptible en los últimos años. Göethe se siente preso de admiración por la recreación de la naturaleza: sube al San Gotardo, el Brocken o el Mont-Blanc; realiza estudios de bosques, de rocas, de plantas. Tiene una mentalidad científica, pero es también un observador y un artista.
















En las “vedute” de Venecia, de Roma, villa Médicis, el lago Albano o Castelgandolfo más que copiar de memoria paisajes, está ejecutando ya composiciones del natural. Cuando llega al sur de Italia, Nápoles y Sicilia lo transforman: realiza apuntes de una tempestad en el mar, camino de Sicilia y cuando toma el lápiz lo hace con tal entusiasmo que podría agujerear el papel si no fuera por su educación exquisita. Su conocimiento del paisaje es enciclopédico: está en pleno proceso de elaboración de su teoría de los colores, pero a la vez estudia botánica y mineralogía. Le interesan tanto sus semejantes como las rocas y canteras, las cuevas o los valles. Se ha convertido en un paisajista.















Con Göethe, se puede regresar de nuevo a Italia: allí esperan siempre Leonardo, Rafael y Miguel Ángel, Dante, Petrarca y Maquiavelo, las madonne del Renacimiento y las contemporáneas, aunque las de ahora lleven piercings y escuchen música a todo volumen desde un coche que se encuentra aparcado en un recodo del Giannicolo.

martes, 24 de marzo de 2009

Al hilo del post anterior y el comentario de Ramon de la Mata...














Estoy de acuerdo en parte con el comentario: algo que siempre me sorprendió desde mi más tierna infancia era la rigurosa contemporaneidad que los pintores concedían a la puesta en escena (y a los paisajes de fondo) en sus recreaciones religiosas y mitológicas, al igual que haría un director de escena contemporáneo de nuestras días al montar una ópera de Mozart, o incluso de Wagner. Ese efecto que hoy día resulta chocante (o quizá descabellado en los montajes de Calixto Bieito, un suponer) era absolutamente habitual para los pintores del Renacimiento, que seguían así una tradición medieval.
















Montaje de Calixto Bieito para "El rapto en el Serrallo" KV 384 de W.A. Mozart

La cuestión proviene más bien de la herencia de una cultura icónica que se plantea en términos contemporáneos y que supone que Jesucristo viaje en el metro o que San Gabriel Arcángel sea un guardia de la circulación (así parece que se desprende de los montajes antedichos). El asunto es que hoy en día carecemos de esa cultura icónica, que ha sido sustituida por la cultura de respeto a la antigüedad y a los testimonios del pasado, sobre todo a partir de la Ilustración, de modo que esos valores son ya testimonios del pasado, que han sido vueltos a revelar por un imaginario creado a partir de la mitad del XIX y principios del XX, buceando en la cultura de los viajes y las recreaciones historicistas más o menos fantasiosas. De ese modo, las enseñanzas morales ya no tiene el valor del presente y se envuelven en la neblina prestigiosa del pasado, tal y como lo revelan las películas de “peplum” tan habituales en la década de los cincuenta y sesenta.














Nadie quiere ver (salvo Bieito ed altri) a San Jorge tomando copas en Malasaña, so pena de socavar su prestigio moral. Obviamente, el Renacimiento italiano no lo veía así, y traía a esos protagonistas (y a sus paisajes) al primer plano de la actualidad, planteando el conflicto en términos contemporáneos. El infierno pasa de ser un lugar oscuro e imaginario a convertirse en un castillo de Flandes, mas o menos imaginado en llamas y el fondo de san Jorge rescatando a la princesa el de una villa palladiana, más o menos como los que aun se contemplan hoy en día (con los árboles menos altos, eso sí, ya que el tiempo no pasa en vano).

















Sin embargo, la transformación se radicaliza en poco tiempo, y el propio Rafael (y los pintores manieristas que le sucederán en un lapso de tiempo van a olvidar en poco tiempo esos fondos referenciales para explicar sus historias.
















La lección será a partir de ahora, la del personaje en forma de retrato, atribuyendo la expresividad y el contenido moral al propio personaje: el paisaje genera su ser autónomo, de modo que las figuras se empequeñecen para dar paso a un escenario en el cual la geografía del país y sus habitantes pasan a ser un “paisaje” que ya tendrá un contenido propio y autónomo, al margen de las consideraciones mitológicas y morales anteriores. El concepto de figura con paisaje se desequilibra, los fondos se desvanecen en los retratos y ya no resulta necesaria su representación documentada, tal y como ocurría en los pintores del quattrocento (y en el primer Rafael, como se ha visto).



lunes, 23 de marzo de 2009

Rafael ¿paisajista...?


















Esta imagen de San Miguel es una pintura de juventud del italiano Rafael Sanzio (1483-1520), que data alrededor de 1501. Pintada al óleo sobre tabla, con apenas dieciocho años, tiene unas dimensiones de 31 x 27 cm. y se conserva en el Museo del Louvre. En un paisaje desolado con la silueta de una ciudad ardiendo en la distancia, San Miguel acaba de aplastar contra el suelo al Demonio para acabar con él con un golpe de espada. Los monstruos que se arrastran desde todos los lados son reminiscencia de los creados por el Bosco (1450-1516). A la izquierda están los hipócritas, con armaduras de plomo, condenados a seguir su tortuoso camino, mientras que a la derecha están los ladrones, atormentados por serpientes.



















La imaginación de Rafael está particularmente desarrollada en los detalles de san Miguel, y está más equilibrada en la figura del Arcángel, como foco de toda la composición. Estos pequeños paneles son indicativos de un momento en el que el pintor recoge los frutos estilísticos de lo que hasta entonces había asimilado, y al mismo tiempo plantea problemas pictóricos que desarrollará en el futuro.


















El San Jorge y el Dragón, de idénticas dimensiones, es algo más tardía (1504) y también se conserva en el mismo museo, con el título de Saint Georges luttant avec le dragon. Se ha señalado como posible encargo del duque de Urbino, Guidolbaldo de Montefeltro, hijo de Federico de Montefeltro. El cuadro perteneció al cardenal Ascanio Sforza y pasó después al cardenal Mazarino, que lo exhibía, a modo de díptico, junto al anterior.


















En 1661 pasó a la colección de Luis XIV. Rafael representa a San Jorge montado en su caballo decidido a golpear al dragón. Anteriormente, el santo ha acometido con su lanza al dragón, quedando algunos trozos dispersos por el suelo en diferentes direcciones. En un segundo plano puede verse a la princesa huyendo. La armadura del guerrero está pintada con gran detalle, a la manera antigua.


















Otra versión del mismo tema pintada también sobre tabla es el San Jorge que se conserva en la Galería Nacional de Arte de Washington que data alrededor de 1506, de tamaño algo más reducido (28,5 x 21,5 cm.) La pintura era pieza fundamental de la colección de Pierre Crozat, que fue adquirida por mediación de Diderot por Catalina II de Rusia en 1772. Durante un siglo y medio, esta tabla colgó en el Museo Imperial del Hermitage y constituía una de las pinturas más conocidas de la colección de los zares. En marzo de 1931, los rusos (movidos quizá por la codicia o por un cierto furor iconoclasta) vendieron la pintura a Andrew Mellon, quien la cedió a la citada galería de Washington.

Las tres pinturas están unidas tanto por su tema —un joven armado luchando contra un dragón— como por los elementos estilísticos que caracterizan al periodo florentino de Rafael y reflejan la influencia que recibió de los maestros que trabajaban allí. Pero las referencias a la pintura flamenca, particularmente la del citado Hieronymus Bosch sugieren el anterior entorno de Urbino, lugar de nacimiento del artista y donde la influencia nórdica es perfectamente detectable eran importantes y evidentemente, este tratamiento del paisaje recuerda al ya analizado aquí Piero della Francesca (1416-1492).


















Estos pequeños paneles indican un momento en el que el pintor recoge los frutos estilísticos de lo que hasta aquel momento había asimilado y, al mismo tiempo plantea problemas pictóricos que el artista resolverá después on una solvencia sorprendente. La evolución estilística que se observa en la obra de Rafael es algo que todavía sorprende a los críticos. De estas obras, influidas por el estilo primitivo del Quattrocento pasará en el plazo de pocos años a producir una pintura que parecería pertenecer a un siglo después (igual que ocurriera con Miguel Angel). Lamentablemente, Rafael murió en Roma (se dice que víctima de algunos excesos carnales) a la edad de 37 años. Al igual que Mozart, su muerte prematura dejó inconclusa una vida que hubiera cambiado el desarrollo futuro de la pintura y quizá también de la arquitectura.